lunes, 10 de junio de 2019

Mi gozo en el Pozo, por Antonio Gómez Castillo

Texto galardonado con el Segundo Premio en el I Certamen Literario Pozo del Tío Raimundo.



Si alguien viene por primera vez al Pozo del Tío Raimundo, seguro que trae una idea preconcebida de que se trata de un barrio marginal y problemático, y aunque tiene sus problemas, que los  tienen, no son ni por asomo los que tenía en  los años cincuenta cuando se empezó a formar el barrio. Ahora  las casas están muy bien construidas, las calles son anchas y la mayoría con doble sentido de circulación, amplias aceras que te invitan a pasear, muchas zonas verdes con bancos y poyetes para sentarte a descansar, hay un polideportivo espectacular  campos de futbol con hierba artificial, un centro de salud muy bien atendido.

La vida ya no se realiza tanto en la calle como en otro tiempo ahora se pasa la mayor parte del día dentro de casa, se sale lo necesario para ir a trabajar , realizar alguna compra , ir al médico etc. Las relaciones con los vecinos no son las que eran, que aunque en la mayoría de los casos suelen ser cordiales, ahora son mucho más esporádicas, se da la circunstancia de vecinos que viven en el mismo bloque y se pasan días y días sin verse, llega tal punto la incomunicación que padecemos que llegado al caso que fallece alguien y no nos enteramos hasta pasado un buen tiempo. Al notar su ausencia preguntamos y es cuando nos enteramos que ha fallecido.

La etapa de mi vida de la que conservo mejores recuerdos, es la que viví en el Pozo del Tío Raimundo a partir de Mayo de 1955, acababa de cumplir 6 años, con esa edad no tienes problemas, o por lo menos no te afectan las situaciones a las que te ves expuesto. Por ejemplo la poca habitabilidad que tenia la vivienda, suelo de tierra , el tejado a teja vana, sin agua, sin luz, alumbrándonos con un candil, mas tarde mi padre compró un carburo que daba un poco mas de luz, había insectos de todas clases, hormigas, cucarachas,  pero sobre todo moscas, cantidades enormes de moscas, no se acababan ni con DDT ni con unas tiras que cuando las ponías al momento se pegaban y se quedaba toda la tira negra, las humedades estaban a la orden del día , las calles era de una tierra gredosa  que cuando llovía se formaba un barro que era una trampa había veces que te quedabas atrapado, e intentabas escaparte tirando del  pie hacia arriba  y el pie salía pero la bota de goma se quedaba atrapada, por el centro de la calle corría una reguera de agua sucia, orines y más cosas, el olor que desprendía era  insoportable, pero aquello a mi no me afectaba, ahora después pasados los años  me doy cuenta que a quien si le afectaba era a mis padres, que habían cambiado  su pueblo que era mucho más amable para vivir que el barrio al que habíamos venido.

Nos vinimos a vivir a una casa  en la calle Santanderina, estaba separada de la Iglesia por un solar, a la casa le faltaba casi todo, habían hecho las paredes y habían puesto el tejado , lo demás estaba por hacer, con la ayuda de un hermano de mi madre mi tío Pepe y de mi primo Ramón y mi primo Antonio, los fines de semana y aprovechando el buen tiempo, se fueron haciendo los trabajos de albañilería necesarios  como poner cielo raso , dar de yeso los tabiques, encalar por dentro, poner el suelo de baldosas, cuando llegó el invierno, la casa había mejorado mucho.

Las casas se hacían por las noches, normalmente en fin de semana se juntaban varios vecinos y se ayudaban a levantar las paredes, cubrir aguas , encalar y meter los colchones y los pocos muebles que podían disponer, así por la mañana cuando pasaba la brigadilla de urbanismo, hacían la vista gorda  o pasaban la gorra y la casa no se derribaba, aunque algunas veces tuvo que intervenir el padre Llanos para que no las derribaran.

Cuando abría la puerta de mi casa lo primero que veía era la imagen de la Virgen del Carmen dentro de una hornacina que había en la pared lateral de la iglesia del Pozo del Tío Raimundo, a la izquierda el callejón que comunicaba la calle Enrique de la Torre con la calle Sanz Frutos y la calle Laredo que era donde después se ubicó la farmacia.

Esa casa  fue construida  junto con la iglesia por los universitarios  que vinieron al barrio  llamados por el padre Llanos, para estos menesteres y para ayudarle en la tarea de evangelización del barrio, llegaron  D. Pedro Borregón, que ejercería durante muchos años de maestro, su hermana  Margarita su hermano Carlos, el Dr. Juzgado, D. Fernando Elena, y muchos más que ahora no recuerdo sus nombres, esa casa la habilitaron como dormitorio para los universitarios y la llamaron El Retaco  ahí pasaban las horas que no estaban trabajando, y en la parte de atrás donde después se abriría la farmacia Margarita Borregón ejerció de farmacéutica dando medicinas gratuitas a quien las necesitaba, ponían inyecciones, ella y el vecino que vivía en la casa mas debajo de mi casa, Paco Mira, se comentaba que había hecho la mili de sanitario, era polivalente, oficial de albañil, conducía coches, motos, le gustaba la caza y la pesca, la verdad que era un poco flojo, no le gustaba mucho dar el callo.

El cura le tenía como hombre de confianza, le encargaba algunos trabajos sencillos, alguna que otra vigilancia por el barrio, por que por aquí era muy raro ver a la policía, siempre había una pareja de la guardia civil en el bar de la Toledana, que casi nunca venían al Pozo salvo que alguien les avisara.

Había muchas trifulcas en las tabernas, casi siempre los sábados por la noche, por que como el sábado solo trabajaban por la mañana y además cobraban era una mezcla explosiva, así que algunas mujeres cuando llegaba el sábado al medio día, se iban al Puente de Vallecas a recuperar la parte del sobre que todavía no se hubieran gastado, ese era uno de los graves problemas que tenía el barrio.

Durante la semana la vida era muy tranquila , los niños nos íbamos al colegio y las madres que no tenían que ir a trabajar fuera de casa que eras muy pocas, se dedicaban a las tareas de la casa, hacer la comida, lavar, planchar la ropa, para hacer la comida tenían que empezar a encender el fogón, con carbón que antes había que haber ido a comprarlo a la carbonería, en algunos casos como el dinero no daba mucho de sí, mandaban los niños  a la estación de Santa Catalina  a recoger el carbón de las maquinas del tren, que  no había ardido del todo y se encontraba mezclado con escorias y tenían que separarlo. Después lavar, para lavar tenías que haber comprado el agua a los aguadores, que eran unos señores que con un carro tirado por una mula o un burro, transportaban el agua en unos bidones del gasoil desde la calle de San Diego hasta el barrio, pasando por el puente de la calle Tomateros que más de una vez se inundaba y tenían que pa.

Llegándole el agua al lomo del borrico, cobraban una peseta por un cántaro y un duro por un barreño de zinc que le cabían cinco cántaros. La plancha era otra historia, había que llenarla de ascuas por que la luz no dispusimos de ella hasta el 24 de diciembre de 1957.

El agua llegó casi a la par, primero venían unos camiones cisterna que mandaba el Ayuntamiento e iba repartiendo por las calles, después se hizo el depósito del agua , que era de planta redonda  y estaba cerrado arriba con una semiesfera, disponía de una batería de grifos y una garita que era donde se guarecía el Sr. Manuel Vera que era el encargado de picar las cartillas, estuvo en funcionamiento varios años pero después se pusieron varias fuentes por el barrio, que funcionaron hasta después de que nos pusieran el agua del canal.

Los colegios eran tres los que había, el D. Pedro Borregón, el de la Srta. Margarita que era de niños y El Santo Ángel que era de niñas, más adelante se abrieron más colegios... El colegio al que iba yo, estaba entre la calle de Eloy Sánchez y la calle de Najarra estuvo funcionando muy poco tiempo, hasta que nos trasladamos a la caseta de madera, que era una casa prefabricada, y el colegio antiguo se convirtió en la cabina del cine de invierno, edificaron una nave adosada al colegio que durante la semana era el colegio de D. Ramón Montesinos y los fines de semana era el cine. El colegio de la Srta. Margarita, era de párvulos y estaba situado al lado de la cabina del cine, con el tiempo se convirtió en comedor de ancianos, que lo regentaría, la madre Teresa Pinuaga. El colegio de las monjas estaba situado en la calle Santanderina esquina  a la calle Antonio Sanzano, allí estuvieron   hasta que se trasladaron a la Ronda del Sur.

Estuve con D. Pedro desde los seis años hasta los diez que empecé a estudiar Bachillerato dos años por libre en el Instituto Ramiro de Maeztu, y dos años más en enseñanza oficial en el Instituto San Isidro. A partir de esa fecha me fui dando cuenta que había otra manera de vivir fuera del barrio. La caseta de madera era prefabricada y no era muy fría, estaba muy bien aislada con fibra de vidrio, algunas veces hacíamos saltar un nudo de la madera y por ahí sacábamos la fibra de vidrio que la llamábamos pica, pica, y jugábamos a introducírsela por la espalda al primero que se descuidaba. La clase era una nave diáfana con tres filas de pupitres una pizarra y la mesa del maestro, había también un piano vertical que casi nunca se tocaba, aunque todas las semanas teníamos clases de canto, cantábamos principalmente canciones del folclore castellano-leones ya que D. Pedro era segoviano, también nos enseñó las canciones de la Falange, como el carasol, prietas las filas, montañas nevadas, etc.

Todas esas enseñanzas se le volvieron en su contra cuando dejó de dar clases a niños tan pequeños y empezó de director en la escuela 1º de Mayo. Tenía también sus cosa buenas, era muy recto y era bastante justo y tenía un sistema muy bueno para hacer que los niños fuéramos competitivos, nos ponía en los pupitres por orden y nos daba una lección para que al día siguiente  la supiéramos. Empezaba preguntando a un alumno, si no se sabía la pregunta, le preguntaba al siguiente, si se la sabía les hacía intercambiar el sitio, si el segundo interpelado no se la sabía tampoco, le preguntaba a un tercero si este respondía satisfactoriamente, pasaba a ocupar el puesto del primero que no respondió bien y los demás retrocedían un puesto cada uno, así nos hacía que estudiáramos para no sufrir la vergüenza de ir para atrás. La mayoría de las tardes hacían un tinajón de barro, de leche en polvo a la que le añadían agua y a batían con unas varillas hasta que se deshacían los grumos, unos días la hacía D. Pedro y otros días alguno de los más grandes de la clase, luego nos daban un vaso de leche a cada uno. Otros días nos daban un trozo de queso americano de color amarillo que creo que se llama queso cheddar.

Los domingos era obligatorio ir a misa, teníamos que ir porque el lunes, nada más entrar al colegio, empezaba el interrogatorio, D. Pedro iba preguntando aleatoriamente si habías ido a misa, si la respuesta era afirmativa, te iba haciendo otras preguntas, como por ejemplo de que color llevaba el cura la casulla, quien era el cura que dijo la misa, de que trataba el evangelio, etc. así que como no hubieras ido y trataras engañarle, ibas dado, te podía caer un castigo impresionante, un domingo que no pude ir aunque no traté de engañarle por qué se lo dije nada mas preguntarme, me puso un castigo de escribir DIEZ MIL veces los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, cuando llegué a casa le pedí dinero a mi padre, para comprarme un cuaderno, me compré el más grande que tenía el Sr. Tomás y a media tarde ya lo había llenado y no había hecho ni la mitad del castigo, fui a ver otra vez a mi padre y le pedí dinero de nuevo, y ahora para que quieres el dinero? Me preguntó, tuve que decirle lo que pasaba, no hay más dinero, mañana voy a hablar con D. Pedro, a la mañana siguiente nada más entrar al colegio, llamaron a la puerta, D. Pedro fue a abrir y era mi padre, le dijo que quería hablar con él, se salieron a la puerta y no sé lo que le diría mi padre, que al rato de irse mi padre, nos comunicó que los castigos que había puesto el día anterior estaban perdonados, así que nos llevamos una gran alegría, nunca me dijo mi padre que es lo que le había dicho.

Los días de verano, los pasábamos jugando a un montón de juegos, la mayoría de ellos se jugaban en la calle, como por ejemplo a “dola”, al escondite, a “churro media manga, manga entera” a la olla, con el peón con las bolas al triangulo, al güá, cuando digo los días, me refiero a los días de dieciséis horas, no entrábamos en casa nada más que cuando nos llamaban para comer, comíamos  en un santiamén y con el bocado en la boca, otra vez a la calle a seguir jugando.

Otros días nos íbamos a jugar al futbol, con un balón de reglamento que tenía Paquito “El Gordo“, que siempre tenía que ganar, porque cuando perdía se cabreaba, cogía el balón y decía “ya no se juega más”. Como habíamos corrido bastante y el calor era asfixiante, como ya se había fastidiado el partido, decidíamos ir a  darnos un baño a La Charca. La Charca  se había  formado en una extracción de cristales de yeso y tenía bastante profundidad , hasta que llegabas al agua, teníamos que bajar un terraplén bastante empinado, una vez abajo no tenía mucha profundidad, el agua manaba muy limpia, cuando llegábamos  el agua se podía beber, pero en el fondo había mucho limo y cuando nos metíamos removíamos  el fondo con los pies y ya se enturbiaba y cuando salías y te secabas, se te formaba un película blanquecina en la piel que ya no podías disimular cuando llegabas a casa y te decía tu madre ya vienes de la charca, “no mamá que no he estado en la charca” le replicabas, “ah no, pues esta tarde te quedas sin salir por mentirme” luego llegaba hora de la merienda  y le empezabas a llorar, ”que no mamá que no voy a hacerlo más “ te daba la merienda y te decía comete el bocadillo  en casa que hay algunos niños que no pueden comérselo, cuando acababas con el bocadillo te dejaba salir.

El barrio era muy tranquilo sobre todo en invierno, durante el día había bastante movimiento, los niños cuando salíamos del colegio, a merendar y luego un  ratito jugando y nos teníamos que meter en casa porque rápido se hacía de noche y no había luz, nos sentábamos alrededor de la mesa camilla que tenía encendido el brasero y nos dedicábamos a hacer las tareas alumbrándonos con un candil, que no daba casi luz, esperábamos como agua de mayo a que mi padre terminara de trabajar  y pasara el carburo al comedor, y ya lo teníamos encendido hasta que acababa la carga, procurábamos acabar la cena antes de que se acabara carga del carburo, nos íbamos a la cama y nos arropábamos con todo lo que hubiera, mantas  colchas hasta la pelliza de mi padre podía caer encima aún a riesgo de morir aplastado, tal era el frío y la humedad que había en la casa, una vez que entrabas en calor se dormía divinamente porque por la noche no se oía ningún ruido, salvo en época de celo de los gatos, que alborotaban con sus maullidos  y las reyertas  que tenían. Aquella  noche me encontraba muy intranquilo, se comentaba que habían robado en varías casas del vecindario, sobre todo gallinas  y es que algunos vecinos teníamos en los corrales conejos y gallinas, animales muy golosos para las fiestas que se aproximaba, estaba muy cercana la Navidad y los ladrones  habían  fijado su objetivo en dichos animales yo tardaba bastante en dormirme, además esa noche hacía un viento bastante fuerte que se filtraba entre las tejas y parecía que había  lobos aullando , al final el sueño me venció y caí en brazos de Morfeo, no sé el tiempo que llevaría dormido cuando se oyó ,un estruendo, un golpetazo muy grande y empezó a sonar como si estuvieran arrastrando hierros, con tanto ruido nos despertamos todos, no me podía imaginar que era lo que pasaba, mis hermanas empezaron a llorar, mi madre y mi padre se levantaron ,mi padre encendió el carburo, yo le preguntaba a mi padre ¿Qué pasa papa?, mi padre solo se atrevía decir, tranquilos que no pasa nada, cuando sonaron unos golpes en la puerta de la calle, estaban llamando ¿Quién sería?  Mi padre se dirigió a la puerta y preguntó ¿Quién es? Soy yo ,el vecino, Paco Mira, mi padre con mucha precaución abrió la puerta, cuando lo identificó le pregunto si había oído el ruido, le contestó afirmativamente, traía la escopeta del 12 cargada y venía a averiguar qué era lo que había ocurrido, como el ruido había sonado en el pasillo trasero que separaba mi casa de el Retaco y la Farmacia, se dirigieron a la puerta del patio, mi padre abrió con la llave y el vecino abrió una rendija por la que asomó el cañón de la escopeta, Paco Mira,  echó una ojeada ayudado por la luz del carburo, se giró hacía dentro y comentó no se ve nada, con la escopeta por delante y mi padre a su lado,  alumbrándole, fueron hasta el final del pasillo, allí vieron un barreño de zinc volcado bocabajo que de pronto cobró vida , empezó a moverse a lo largo del pasillo, levantaron el barreño y saltaron dos gatos que huyeron como alma que lleva el diablo, saltando la tapia de patio y desapareciendo en la oscuridad de la noche. Cuando nos recuperamos del susto, llegó el momento de averiguar qué había pasado, llegando a la conclusión  de que como la noche amenazaba lluvia, mi madre como en otras ocasiones, puso un cajón de madera en el pasillo y encima del cajón puso el barreño de zinc, debajo del canalón para recoger el agua de lluvia, cuando los gatos en celo empezaron la trifulca, salieron rodando por el tejado cayendo al vacío e introduciéndose en el barreño que ya debería de tener una cantidad, bastante considerable de agua, de ahí el estruendo que se oyó, después estuvieron arrastrando el barreño hasta que se agotaron y cuando Paco Mira levantó el barreño salieron huyendo. Estuvimos varios días acordándonos del incidente, el susto fue morrocotudo, pero fueron pasando los días y se convirtió en motivo de risa cada vez que nos acordamos del tema.

Llegó la Navidad y había mucha alegría en el barrio, porque aunque éramos más pobres que las ratas, había mucha solidaridad, nos íbamos de casa en casa pidiendo el aguinaldo, nos daban unas perras gordas, algunos dulces y mantecados, y rara era la casa que no nos daba algo, eso sí, tenías que cantar algún villancico, la noche de Nochebuena, cenábamos con toda la familia y después a seguir la juerga toda la noche , era la noche que nos dejaban nuestros padres, sin límite de tiempo. Cuando llegaban los Reyes Magos, que ilusión, con la inocencia que dan los pocos años, nos lo creíamos a pié juntillas, yo tardé todavía algunos años en apearme del burro, pillé a mis padres en plena faena, colocando los juguetes, pero no les dije nada a mis hermanas que siguieron con la  ilusión  unos cuantos años más.

La vida era así. Me he dejado muchas cosas en el tintero para no herir susceptibilidades  de nadie y como diría Calleja, colorín colorado este cuento se ha acabado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario