martes, 4 de junio de 2019

Érase una vez en el Pozo, por Mercedes Aparicio Ponce

Texto galardonado con el Tercer Premio Ex Aequo en el I Certamen Literario Pozo del Tío Raimundo.



Érase una vez una joven pareja, sus nombres Cesar y Ramona, cuyas palabras sonoras son los recuerdos de una vida en el Pozo del Tío Raimundo.

Una pareja venida de sus pueblos manchegos, como tantos inmigrantes que, por aquel entonces, se asomaban a sus sueños de un futuro mejor.

Mis padres son las voces de mi infancia en el Pozo, una infancia repleta de imágenes en blanco y negro, de fotografías pinceladas de momentos cotidianos, todos ajenos a la realidad de los adultos, todos difuminados entre calles sin asfaltar, casas bajas, la vía del tren donde jugábamos a tirar piedras a las ratas, (ese juego era “en plan secreto”) el colegio y mis gusanos de seda.

Pasa el tiempo y acurrucarme en las vivencias de mis padres es acurrucarme en las mías propias por muy pequeñas que sean.

Mis padres y mis tres hermanos vivíamos en una casa baja, casa humilde como todas las casas del Pozo, recuerdo especialmente nuestro patio con esa luz intensa acompañada de juegos.

La niñez de mi padre transcurrió en el campo con sus ovejas, un pastorcillo del que no puedo contar mucho, mi padre es muy hermético con esa etapa de su vida. Sólo sé que su madre murió muy joven de un infarto, mi abuelo se casó al año. Mi padre fue algo que no le perdonó y a los dieciséis años sus huesos e ilusiones fueron a parar al barrio del Pozo, allá por mil novecientos cincuenta y cuatro.

Vivía en una fonda, una casa regentada por Juliana de manera ilegal, como era todo en el Pozo, que daba cobijo a hombres en su casa, en su alquiler incluía el alojamiento y la lavandería.

Mi madre llegó a Madrid a la edad de 14 años, toda su infancia transcurrió trabajando en el campo, aún recuerda los malditos sabañones, el sueño robado y la inocencia de su niñez paseándose por la rudeza y la hostilidad de ese mundo rural. Llegó a Madrid de la mano de un familiar, una prima hermana de mi madre, Juliana, la misma que regentaba la fonda donde vivía mi padre.

De lunes a sábado vivía interna en la casa de los príncipes Fabiola y Balduino, cien pesetas era su sueldo. Mi madre recuerda como aquellos domingos, su único día de descanso en la casa, no suponían una diversión, su prima Juliana la obligaba a lavar la ropa de los hombres hospedados en su casa, “unos cestos llenos de ropa” comenta mi madre, con cara de asco, cuando regresa a esa ropa de algodón y blanca, ropa sucia, ropa de hombres, hombres desconocidos.

Al igual que muchos, ninguno de los dos tuvo la oportunidad de estudiar. Vivir en el Pozo brindaba la oportunidad de tener una casa propia y sacar adelante su propia familia. Nada nuevo bajo el sol. Esa emigración rural hacía las ciudades de los años 60. César y Ramona, Ramona y César, vivieron en la dictadura y fueron víctimas de esa ignorancia formada a conciencia, de ese miedo implantado que hizo de ellos pasar desapercibidos en unos tiempos de lucha clandestina.

El Pozo del Tío Raimundo era un mundo aparte, un mundo por construir para unos y un mundo a destruir para otros. Un barrio donde la legalidad e ilegalidad caminaban por las necesidades y su piel.

Mis padres, se casaron (mi madre no recuerda si aún había cumplido los dieciocho años), comenta que fue mi abuelo el que decidió que se casara, “estaba fuera de mi pueblo, era muy joven y ya tenía pretendiente”.

Se fueron a vivir a San Diego, una habitación con derecho a cocina. Al poco tiempo se compraron en el Pozo, calle Principal, número 64, una casa, por valor de 75.000 pesetas (mi madre, recuerda que la noche anterior, estuvo durmiendo con ese dinero escondido debajo de la almohada, “era mucho dinero y nuestro sudor nos había costado”). Esas casas bajas estaban construidas en terreno rural, eran ilegales. Según cuentan, una vez que las familias se metían a vivir en ellas ya era más difícil echarles, por eso, las casas se construyeron por la noche. Cuenta mi padre que incluso con unos ladrillos y unas uralitas como tejadillo (chabolas) y una manta sobre el suelo, era suficiente para que una o varias familias se metieran dentro, y así, no ser derribadas. Al tiempo, seguían por las noches con las construcciones. Era muy habitual para mi padre, de regreso del trabajo a su casa, al amanecer, aún con la oscuridad en los ojos, que se topara con nuevas construcciones en su camino, que unas horas antes no existían. En el Pozo todo se construía de noche para evitar la ilegalidad que conllevaba hacerlo a la luz del día. Las construcciones se hacían de ladrillos, chapas, uralitas y barro. Todas las mañanas, el Pozo y sus construcciones se despertaban con “Piqueras”, un policía del ayuntamiento que se peinaba el Pozo para derribar las construcciones ilegales.

Nuestra casa tenía dos habitaciones, salón y un patio. Contaba con luz, de 125 vatios, pero no con agua Mi padre fue ampliando poco a poco la casa, en el patio construyó una cocinilla y un wáter. El wáter “tenía su inodoro y todo, aunque no había alcantarillado, teníamos un pozo negro”. Mi padre recuerda como cuando llegó al Pozo, ir al baño era ir al descampado por detrás de las casas, donde cree recordar había unas zanjas o se hacía en la tierra un agujero. Contar con un wáter dentro de la casa, era una mejora importante y por encima de todo, era una escalera hacía la dignidad.

Tengo que decir, que mis mayores recuerdos de aquella casa, son del patio, los juegos con nuestro perro Kuki, perro noble y de gran paciencia, porque nos subíamos a él como si fuera un pony.  Otro recuerdo nítido que tengo en el patio, era aquella luz intensa, reflejada en el agua dentro de un barreño de estaño, colocado estratégicamente por mi madre durante unas horas para calentar el agua de manera natural. Así era, como nuestros cuerpecitos se remojaban con alegría, desfilando uno detrás de otro. A nuestros ojos un juego de chapoteo divertido, para mi madre, su único medio de asearnos.

De los cuatro hermanos que somos, mi hermano pequeño José Ramón, (el “negro” para la familia) y yo, nacimos en esa casa. A diferencia de mi hermano, que fue asistido por la matrona, un veinte y cuatro de noviembre de mil novecientos sesenta y ocho mi madre se puso de parto. Mi padre, fue a buscar a la matrona, pero parece ser que una ¡tenía prisa por llegar a este mundo!, porque cuando la matrona llegó mi madre, ya me había parido.

Aquellos tiempos no fueron fáciles, contemplo los ojos de mi madre cuando se traslada a su pasado, y su mirada se transforma en una tristeza llenita de desierto. Eran tan joven, tan inocente…

En aquellos años las casas no tenían agua corriente, mi padre recuerda ir a por el agua a la fuente vecinal, acarreando con varios cubos o garrafas (no recuerda bien). El aguador, con su carro y mula, pasaba todos los días, avisando de su llegada con un cencerro, una o dos pesetas era el precio de esa agua tan apreciada. El aguador… mi padre se queda pensativo unos segundos, “¡ah, sí!, ya me acuerdo, se llamaba Claudio”. El agua se racionaba, por una parte, la de consumo, por otra, las mujeres con el agua de aclarar la ropa lavada, limpiaban la casa. Detalles con aroma a restriega, barreño, jabón lagarto y una tabla de lavar. Detalles sencillos de una vida que marcaba el día a día.

Las calles y casas del Pozo no tenían alcantarillado, no hace falta decir que el asfalto no existía por aquel entonces, representando en invierno un baile loco de charcos y barro, en el Pozo, se caminaba por la vida con el barrizal hasta las rodillas. Caminar descalzos hasta salir del barrizal y limpiarse la dignidad junto a las piernas. Así de simples eran las necesidades y sus penurias. Hay una frase que lo dice todo: “era tal el barrizal que ni los grises entraban”.

Mi padre trabajaba en el Canal de Isabel II, se cobraba muy poco y decidieron alquilar el “Bar Cándido”, la única anécdota alegre difuminada en sus memorias estaba en cómo los componentes de los Chichos y las Grecas de manera espontánea se arrancaban a cantar, momentos cercanos que contagiaban alegría a sus vidas. En ese bar la vida transcurría con la tranquilidad de un barrio y sus gentes sencillas, lo que realmente se temía era a ese grupo de hombres, conocidos popularmente como “los carteristas”, eran hombres que vivían en los alrededores del Pozo, “mala gente, se dedicaban a robar” me explican, venían a beber y luego no querían pagar, rompían las mesas y las sillas, armando peleas. “Mala gente” sigue murmurando mi madre.

Mi madre comenta que los momentos en los que no íbamos al colegio, lo pasábamos con ellos en el bar. “Aún recuerdo a tu hermana, siendo una bebé, metida dentro de una caja de coñac Terry, encima del mostrador”.

Por aquel entonces, mi padre dejó de trabajar en el Canal de Isabel II, picar zanjas y meter tubos no daba para mucho, encontró trabajo de noche en un almacén de cerámica, ahora, es una cochera de autobuses de la EMT.

Cuando llegaba la época de la verbena, se montaban quioscos que estaban abiertos toda lo noche, mis padres tenían su quiosco, era momento de aprovechar para poder sacar algo más de dinero y “ahorrar una peseta”. Mi madre cuenta como esas noches de verbenas se las pasaba trabajando en el quiosco, “con vosotros dentro”, repite todo el tiempo. Escucharles me conmueve, me traslada a un mundo lleno de emociones, porque en sus rostros se entrevé el sufrimiento y “padecimiento” (que diría mi madre), ambos se quedan mudos en sus palabras, como si decirlas pudiese revivir de nuevo aquellos tiempos.

Hay un silencio en ellos, sus miradas son cómplices, no entiendo muy bien que es lo que está ocurriendo con ese recuerdo… Es mi madre, quien rompe ese silencio. “tu padre tuvo que hacer un pequeño túnel”. De nuevo silencio. Él se marchaba a trabajar todas las noches, regresaba de madrugada, teníamos miedo que se supiera que una mujer estaba sola en el quiosco, así que hizo un pequeño túnel por la parte de atrás del quiosco, salía de noche para ir al trabajo, sin ser visto, regresaba al amanecer, entrando del mismo modo que se marchaba, esa era la manera que nadie le viera irse, así por el día estábamos juntos, dando la sensación que tu padre estaba conmigo. “Mucho miedo pasaba por las noches en ese quiosquito, yo solita con vosotros tres tan pequeños…” repite mi madre. Los vecinos más allegados estaban pendientes de mí, sabían que tu padre estaba trabajando, pero en aquellos días de fiesta, venían gente de otros sitios, gente de toda clase, hombres de toda clase. Puedo sentir el miedo de mi madre e imaginármela jovencita e indefensa, sin más vivencias que esa juventud robada, trabajando desde niña en el campo, llegada a Madrid para servir a cambio de un miserable sueldo, techo y comida. Casada tan joven, sin saber nada de la vida, teniendo sus primeros tres hijos, uno seguido de otro. No me extraña que cuando evoca su pasado, su alma se quiebre, no me sorprende que sus palabras “calamidad y penurias” estén grabadas aún en su presente.

Cuando escucho estas historias de mis padres mi corazón se humedece, pienso en ellos, tan jóvenes y desprotegidos, con esa mentalidad de esfuerzo y superación, con los huesos ya pulidos sobreviviendo a muchos sueños aplastados por las necesidades de su generación.

En el Pozo se tejieron familias propias y ajenas a la sangre, los vecinos eran vitales para sanar las heridas cotidianas, la solidaridad que existían entre ellos permitía que la vida fuese más amable. Esta es la parte que más me gusta de sus recuerdos, la cara del cobijo entre todos, historias duras aderezadas por gestos generosos.

Gracias a ese cobijo mi madre pudo salir adelante cuando mi padre cayó gravemente enfermo, se pasó casi un año entero ingresado en el Hospital La Paz. No tenían seguro médico, por contrario, sí, un bar que atender. La vida les presentaba un pasaporte sellado con lágrimas, me duele tan solo el hecho de imaginarme a mi madre, con tres niños tan pequeños, levantándose a las cinco de la madrugada para abrir el bar, cerrando una vez servido los cafés para irse al hospital La Paz, haciendo lo mismo en el horario de las comidas y las cenas. Con un hijo en cada mano y otro en sus caderas. Con el cansancio y la pena sobre sus hombros, con el barro en sus piernas cruzando las calles hasta llegar a los autobuses que salían del Puente Vallecas al hospital. Sí, me duele… y me enternecen sus vivencias, con ese viento soplando en contra.

La vida en el Pozo del tío Raimundo no fue fácil, la unión y la lucha de los vecinos fue el eje de todos los cimientos del barrio. Muchos inmigrantes trabajaban en la construcción, entre ellos se ayudaban a las construcciones de sus casas Las mujeres, solidarias entre ellas, con el cuidado de los hijos cuando se necesitaba.  Un barrio que no tenía agua corriente, luz eléctrica ni alcantarillado, un barrio construido de forma ilegal, con sus gentes humildes, ese era el Pozo. Y a ese barrio llegó el Padre Llanos…

Mis padres hablan de él con cariño, cuentan que no era un cura al uso, creó mucha desconfianza cuando llegó, no obstante, supo ganarse a los vecinos y vecinas en el día a día, o los vecinos y vecinas le ganaron a él, a veces, tengo la sensación que la ayuda fue mutua.

El padre Llanos no llegó solo, le acompañaban otros jesuitas. Mi padre me habla del padre Escudero, se ríe cuando recuerda las reuniones, siempre les decía: “haced lo que os diga, pero no lo que haga”.

Cuentan como ayudaban a todo el mundo, que no hacían distinciones y se implicaban en sus problemas diarios.  Tanto el padre Llanos como el padre Escudero eran hombres de carácter, se relacionaban de tú a tú con los vecinos y vecinas, No eran delatores, así fue como crearon confianza. Doy por hecho que eso fue lo que hace a mi padre hablar bien de algún cura. Mi madre comenta que nunca ponían ninguna pega, que ayudaban siempre. La palabra de Dios no era suficiente y seguramente necesaria allí. Arrimar el hombro, ponerse mano a la obra, eso era lo importante para un barrio tan humilde y con muchos comunistas clandestinos en sus vísceras.

Poco a poco, el padre Llanos y otros jesuitas formaron parte de la vida de los vecinos, ayudando a la organización del barrio y las mejoras del mismo. Todos estaban integrados en esa lucha por mejorar el barrio y las vidas de sus vecinos y vecinas. Gente luchadora y humilde comprometida entre ellos, sin llaves en las puertas de las casas, con fuertes lazos de unión, construyendo sus casas por las noches, organizados. Esa era la belleza del barrio: su gente. Esa es su historia y su orgullo. El padre Llanos y otros rostros no forman parte de sus propios rostros, porque en el Pozo toda lucha fue colectiva, y esos rostros reconocidos, son la suma de hombres y mujeres con su anonimato cosido a su propio esfuerzo

Un barrio que desde fuera se le señaló como barrio de delincuentes, nada más lejos, de la verdadera realidad. Era gente luchadora, humilde y digna de ser recordada, como hoy lo hago yo a través de la memoria de mis padres.

Un barrio marginado y organizado, creando unas de las primeras asociaciones de vecinos en España, un barrio que despertó mucha desconfianza al régimen franquista.

Nuestro colegio era Jesús Rubio, actualmente el CEIP Manuel Núñez de Arenas, fue uno de los logros de la lucha y organización del barrio. Mi recuerdo de esta etapa escolar son sus árboles morera, cuyas copas eran grandísimas y altas, el color verde de sus hojas se impregnaba de ilusión por recogerlas día a día. Ese era uno de los momentos preferidos para mí, mis gusanos de seda necesitaban morera, aún conservo la fascinación por aquellas metamorfosis, ¡esos gusanos envueltos en sus capullos de seda para convertirse en mariposas!

Y en ese suelo del mundo mis pies correteaban, ajenos a los alaridos de mis padres. He mirado con ojos observadores las fotografías en blanco y negro de aquella época, es difícil no ver a mis padres con una sonrisa, y quiero hacer el esfuerzo, ahora que tengo la vida de su juventud en mi corazón, de vestirme con sus pieles para volver a contemplar de nuevo sus gestos, buscando la estrofa de la tristeza en sus rostros. En un silencio desfigurado por mis emociones, me pregunto a mí misma, si yo tendría sus sonrisas. Un signo de admiración por ellos queda reflejado en mi presente. Siempre he pensado que las generaciones anteriores están hechas de otra pasta. Esa pasta humana concebida en la adaptación y su supervivencia.

Algo en mi memoria se descoloca con las fotografías y las vivencias de mis padres. Aquella niña agarrada a las rejas de una ventana con sus dos hermanos saluda a la mujer que soy hoy. Esa mujer que, sin buscarlo, se reencuentra con su infancia paseando por las vivencias de sus padres.

He balbuceado en sus vidas obteniendo cierta recompensa para con mi alma, visitando un mundo a través de sus miradas. Probablemente he desvestido, sin querer, sin darme ni cuenta, pensamientos que ya tenían acomodados en un rincón de su existencia, digo esto, porque he podido comprobar cómo según aumentaba mi interés y curiosidad por sus recuerdos ellos se hacían ovillo en una manifiesta tristeza.

Me pongo en sus pieles y comprendo que no será fácil recordar ciertas cosas, por mucho tiempo que haya transcurrido. Que mis preguntas les ha devuelto una memoria que posiblemente no quieran tener. Sus pieles ya arrugadas, no quieren detenerse en los sentimientos de las pieles jóvenes que fueron.

Debo parar mi curiosidad, este escrito me ha sacudido el corazón de una manera sencilla y tierna. Y está bien, vagabundear por el universo de la memoria. Y, también, saber pararse, en el momento que presiento que los sentimientos de mis padres corren tras un silencio que solo ellos y nadie más son conocedores de las emociones de las que derivan sus recuerdos.

1 comentario:

  1. Muy bello relato,me ha emocionado.Muy curioso lo del tunel, y me gustó mucho la frase de "haced lo que os diga, pero no lo que yo haga". Emociona la manera de expresar tus sentimientos hacia tus padres. Un placer leerte.

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