jueves, 30 de mayo de 2019

El Pozo del Tío Raimundo: historia de una inmigración, por Anaís Martín Conejo

Texto galardonado con el Tercer Premio Ex Aequo en el I Certamen Literario Pozo del Tío Raimundo.



NUEVAS RAICES

En una furgoneta pequeña, con mis hermanos, mis padres y el conduc-tor, rodeados de sacos de ropa y cacharros, llegamos por fin a Madrid. Ni que decir tiene que después de más de 12 horas de viaje, desde un pueblo de Extremadura, llegué exhausta al nuevo barrio. Era a finales de 1962.  Nuestra casa, sólo tenía 1 habitación, comedor y cocina. Allí vivíamos 8 personas. Teníamos un patio grande donde había un retrete, que era un agujero en la tierra con una puerta de madera vieja y desvencijada.
Con el tiempo y gracias a que mi padre y mis 3 hermanos eran albañiles, ampliaron la casa.
Durante un cierto tiempo me costó acostumbrarme a los temblores de los muebles, cacharros y cuadros cada vez que pasaba el tren, puesto que las vías del tren daban a la parte trasera de la casa. La vía del tren separaba el barrio de Palomeras Bajas del barrio de El Pozo del tío Rai-mundo.

ESPAÑA EN MOVIMIENTO

Fue a partir de 1950, cuando en España comienza un éxodo masivo de familias, que ante una situación económica deficiente comienzan a salir al extranjero a buscar trabajo, otros ante la dificultad del idioma, eligen Cataluña y Madrid, para buscar una salida a la situación de pobreza en la que se encontraban la mayoría de los españoles.
Un aluvión de inmigrantes principalmente de Andalucía y Extremadura, también venían de otras provincias más pobres de España, comenzaron a instalarse en esta zona sur de Madrid, en el distrito de Vallecas.  Aun-que la zona de Entrevías, pertenecía al distrito de Mediodía, tanto los ve-cinos del Pozo como los de Entrevías, se consideraban vallecanos.
Los terrenos que formaban El Pozo del tío Raimundo, Entrevías y el ba-rrio de Palomeras, eran huertas donde se cultivaban garbanzos, patatas, hortalizas…Habiendo muy pocas casas dispersas.
Mi familia compró la casa por 50.000 pesetas. Pero, ante las necesidades se agudiza la picardía y se empezaron a construir las denominadas casas bajas o chabolas. El ardid consistía en edificar una habitación por la no-che, con la ayuda de los vecinos, si por la mañana estaba techada y en-calada (pintada de cal), se metía un somier, un colchón y la familia o al-gún miembro de la familia y la guardia civil no podía derribarlas.
Y así, como setas, aparecían por la mañana nuevas chabolas, a las que se iban añadiendo más habitaciones por las noches. Y poco a poco, “El Pozo del tío Raimundo y Palomeras” fueron creciendo.

EL NOMBRE DEL BARRIO

En el barrio del Pozo del tío Raimundo, había un pozo que tenía forma de medio huevo pintado de blanco. Tenía 4 caños de los cuales cogíamos el agua.
Según decían, este pozo estaba dentro de los terrenos de un hombre
llamado Raimundo. Otros aseguraban, que este pozo lo cuidaba un hom-bre llamado Raimundo, el hecho es que tanto si estaba en su terreno o era el cuidador de este pozo, el origen del nombre del barrio tiene que ver con el tío Raimundo y su pozo. “El Pozo del tío Raimundo”.
Como en las casas no había agua corriente, teníamos que acarrear el agua en cubos, botijos y grandes barreños de hojalata, que aún vacíos pesaban bastante. Tardábamos mucho en llenarlos porque de los caños del pozo salía poco caudal.
Yo iba con dos hermanas a este pozo a por agua. Tenía 7 años y mis dos hermanas 2 y 4 años mayores que yo.
Teníamos que cruzar las vías del tren, lo cual además de peligroso tenía el agravante de ir cargadas con el agua en cubos y barreños que abulta-ban la mitad de mi altura.
Hasta que unos años después pusieron una fuente con 12 caños, cuando construyeron unas viviendas de dos pisos, a las que llamaban “La colonia de los falangistas”, cerca de San Diego. Y aunque teníamos que atrave-sar varias calles y descampados, no había que cruzar las vías del tren. 
Mi padre tenía un carro, que él mismo hizo de hierro con dos ruedas y un manillar, donde poníamos las garrafas de plástico llenas de agua y las llevábamos a duras penas hasta casa.
Porque en aquellos tiempos, los niños participábamos activamente en las tareas de limpieza de la casa (sobre todo las niñas) y hacíamos los “re-cados”, comprábamos el pan, el picón, el hielo, el vino.
Las costumbres de la gente del barrio eran muy campechanas. Seguía-mos siendo un pueblo al sur de la capital.
En las chabolas, como en nuestros pueblos de origen, también teníamos animales: gallinas, conejos... En el tejado, mi padre construyó unas ca-setas de rasilla, con una tela metálica en el frontal (palomares) donde criábamos a las palomas.
Como había muchas casas con palomares, por este motivo se le deno-mino Palomeras al barrio que la via del tren separaba del Pozo del tío Raimundo.

Tampoco teníamos alcantarillado, los más afortunados teníamos un retre-te, puesto sobre un pozo negro. Pero, muchas chabolas no tenían wáte-res y compartían entre varios vecinos un retrete situado fuera de las ca-sas.
Otros había que ni siquiera podían compartir retrete, y tenían que usar un cubo para hacer sus necesidades y tirarlos la calle o al vertedero por las noches o en las mañanas.
Cada cierto tiempo tenía que venir un camión, que con una goma gorda y larga extraía la caca del pozo negro. Os podéis imaginar cómo olía cuando se sacaban estos residuos.
Mi padre había puesto sobre el pozo negro junto a la taza del wáter una tapa circular de hierro, en el centro tenía un agujero, a veces mi herma-na y yo levantábamos esa tapa para ver lo que había, nos daba un tre-mendo miedo la oscuridad y el peligro de caernos dentro, pero éramos niñas con mucha curiosidad.

Había muy pocas tiendas de comestibles, yo tuve la suerte de que al lado
de mi casa había una. La llevaban un padre y una hija que vivían en el Pozo del tío Raimundo, pero al poco tiempo la dejaron y la compró una familia de Cádiz, ella se llamaba “La Pepita” y su marido se llamaba An-tonio, al que apodaban “El español”.
Él se dedicaba a vender ajos. Tenían 4 hijas y un chico. La mayor llama-da Mari Carmen, era mi amiga. Y debido a que las hijas de mi vecina Pe-pita eran primas de las hijas del bar de “La Dolores” que estaba en el Po-zo.
Yo iba con mucha frecuencia con mi amiga Mari Carmen a casa de su tía “la Dolores” y al barrio del Pozo.
En el Pozo del Tío Raimundo, sólo recuerdo una pequeña tienda de co-mestibles.  
En la calle ancha que bajaba al fondo del barrio (frente al puente alto que construyeron) había un bar, y el otro, el de la tía de mi amiga Mari Carmen, el bar de “la Dolores” estaba un poco más abajo. Este último, sus dueños eran Dolores y José.  Tenían varias hijas casaderas y un hijo pequeño.
José, se encargaba del almacén de materiales que tenían adosado a la parte trasera del bar. Dolores y las hijas atendían el bar.
Pero, había un bar que era todo un misterio para mí y para los demás niños. Estaba en la calle ancha que daba a las vías del tren. Tenía una fachada más elaborada que las del resto de bares. Y en él, de día entra-ba poca gente. Su dueño era toda una incógnita para nosotras, no sa-bíamos si era hombre o mujer. A veces le/la veíamos con un saco tipo petate en la espalda, el pelo corto peinado hacia atrás cayendo un poco sobre su nuca, llevaba una falda de tubo por debajo de las rodillas de color marrón, usaba unas botas cortas y toscas.
Y también se decía por el vecindario que “La Tere” una mujer que vivía en la acera de enfrente de mi casa, de unos treinta y cinco años. Ya es-taba un poco estropeada. Ella visitaba ese bar, era “puta”.
“La Tere”, vivía con un hombre más joven que ella, se llamaba Martín, te-
nían un hijo pequeño de 4 años, llamado Martincito como su padre. Mar-tín pegaba a “la Tere” y a su hijo. 
Hasta mi madre en algunas ocasiones intervenía para que no pegase a Martincito ni a la pobre Tere.
La calefacción que teníamos era una chimenea de leña en la cocina (de las pocas casas que tenía chimenea) y un brasero de picón.
Por las mañanas, las aceras y puertas de las casas se llenaban de brase-ros.
Se le echaba un poco de petróleo sobre el picón para que prendiera y se le ponía encima un tubo de latón a modo de chimenea para que el picón tirara y se encendiera.  Se sacaban a la calle, porque el olor a petróleo era muy fuerte y para que con el aire de la calle se encendiera más rá-pido.
Más adelante, las estufas de gas butano invadieron todas las casas, pero se seguían conservando los braseros que se ponían debajo de las mesas camillas con faldones.
Como anécdota era muy típico ver a las mujeres y niñas, con “cabrillas” en las piernas, así de les decía a las manchas rojas que se formaban en las piernas, de estar expuestas al calor de los braseros.
Era frecuente que muchas familias o miembros de ellas se intoxicasen con los efluvios del brasero de picón. El picón eran trozos más pequeños de carbón.
El picón, teníamos que ir a comprarlo a una pequeña carbonería que ha-bía en el Pozo, para lo cual teníamos que cruzar las vías del tren. Iba con mi hermana dos años mayor que yo, con un cubo de latón, que era casi más grande que nosotras. Lo llevábamos entre las dos.
Pasar las vías del tren era un acontecimiento que hacíamos con mucha fre-
cuencia todos los días. El corazón se nos salía del cuerpo al cruzar, mirá-bamos por si venía algún tren y pasábamos como una exhalación. El an-cho de la doble vía se me hacía eterno, tenía miedo de tropezar, caerme y que el tren me atropellara.
El tren cada cierto tiempo atropellaba a alguna persona. Cuando arrolla-ba a alguien, corría la noticia como la pólvora y tanto los mayores como los niños íbamos corriendo a ver el cadáver.
Recuerdo que en una ocasión atropelló a un niño pequeño de dos añitos. Este accidente conmocionó a todo el barrio. Algunos decían haber visto un zapatito con el pie del niño dentro. La imaginación ya la poníamos ca-da uno.
También las vías del tren fueron elegidas por algunas personas para sui-cidarse.
Pero, las vías del tren no solo eran un peligro, también veíamos un ali-ciente poniendo monedas, clavos o piedras, para que el tren al pasar las aplanara.
Pasado el tiempo y debido a las muertes que el tren se cobraba, hicieron dos puentes que comunicaban el Pozo con Palomeras Bajas. El puente más alto estaba cerca de la caseta de la vía del tren, (lo que hoy es la estación de tren del Pozo).
También pusieron una valla metálica que separaba las vías del tren de las casas. Pero la gente que estábamos acostumbradas a pasar por las vías del tren, pronto comenzaron a hacer agujeros en la valla, para pa-sar. 
En la zona de enfrente del puente alto, en la parte de Palomeras, había un puesto de chucherías. En un pequeñísimo cuchitril, una ventana con un mostradorcito que daba a la calle y en la pared de atrás colgadas es-taban las chuches y objetos que vendían (caretas de cartón, yoyos, chi-cles, regalices, bolitas de colorines…
Y lo que más me gustaba a mí, eran unos juguetes pequeños de plástico con formas de: sonajeros, lupas, biberones, raquetas, por dentro esta-ban llenos de unas bolitas muy pequeñas de caramelo de colores.
El kiosco lo atendía un hombre de cuarenta y tantos años, soltero, que vivía con su madre, una mujer bajita y regordita. Eran amables.
El otro puente, más bajo, estaba a unos 500 metros. Enfrente de este puente había un pequeño edificio de una sola planta donde había una consulta de médico y practicante (él que ponía las inyecciones).
La mayoría de los vecinos hacían una “iguala” es decir, pagábamos una cuota al mes, que no era cara y teníamos el servicio de médico y practi-cante. (Aún hoy se conserva ese edificio).
La calle donde yo vivía era corta, en mi acera había 5 casas. En la casa de la esquina vivía “la Luisa” amiga de mi hermana.
Su casa era pequeñísima, vivían el matrimonio, 6 hermanos y la abuela. Al lado de esta casa había un vertedero que ocuparía como unos 500 metros más o menos, donde echábamos toda la basura.
Enfrente del vertedero y mirando hacia las vías, había un bar que se lla-maba “Bar de Pablo”. Allí llevábamos los cascos (botellas vacías) que en-contrábamos en el vertedero o en la calle y se los vendíamos a Pablo el dueño del bar. Era una buena persona. Yo tenía que subirme en una silla para poder llegar al mostrador que entonces me parecía que era altísi-mo.
Mi hermana Miriam y yo, íbamos al vertedero a buscar cosas, tesoros que para nosotras eran desde unos botes, cajas, cabezas de muñecas, cuerpos
o piernas que íbamos cogiendo para luego ensamblarlas y formar nuevas
muñecas, botellas de refrescos: Mirinda, Fanta y Pepsi Cola.
Si encontrábamos alguna lata de leche condensada, cosa no muy fre-cuente, las raspábamos con las uñas el interior y nos lo comíamos.
Había bastantes basureros por el barrio.

Los domingos por la mañana cruzaba la via para ir con mis amigas a mi-sa a la iglesia de san Raimundo de Peñafort. En esta iglesia había un cu-ra, el padre Llanos, que hizo una gran labor ayudando a los vecinos del barrio.
Enfrente de la iglesia en las vallas del colegio, se ponía un señor con una
cesta grande de mimbre vendiendo chucherías. Comprábamos las pasti-llas de leche de burra (deliciosas), los chicles Dunkin y Bazoca, los pirulís de caramelos, los sobres de pica pica, y mis favoritos, los sobres sorpre-sa, que costaban dos reales. Eran sobres cerrados en cuyo interior había algún cacharrito, muñequito, pulsera, anillo o cualquier pequeño cachiva-che.
Junto a la parroquia había una academia, llamada Academia Peñafort. Se daban clases de mecanografía, taquigrafía, graduado escolar, clases de alfabetización… Más del 80% de los vecinos eran analfabetos.
En el descampado que había cerca de la iglesia ponían la verbena cuan-do eran las fiestas del Pozo.
Aquello era todo un acontecimiento. Coches de choque, el tiovivo, la ola, puestos de algodón de azúcar, de churros, de turrones de cacahuetes, chufas, coco, manzanas cubiertas de caramelo… Pero a mí lo que más me llamaba la atención era un puesto que tenía dos figuras muy gran-des, (eso me parecía a mí), parecida a la de los gigantes y cabezudos, estaban metidas en unas tinajas de madera, como pisando las uvas, y giraban dando vueltas. Salían unos grifos de cada tinaja, y en un vasito delgado nos servían un vino oscuro, denso y muy dulce, con un cono hueco de galleta para absorber el vino.
Mi padre nos compraba un vasito de vino, turrón, churros…
Había un bar en la esquina de ese descampado, (lo que ahora es el inicio del mercadillo de los domingos), en la puerta tenía sillas y mesas de ma-dera. Allí íbamos algunos domingos por la tarde con mis padres a tomar-nos unas Mirindas o Fantas de naranja y pajaritos fritos.
En esa época, era muy frecuente en los bares comer pajaritos fritos. Los vendían por medias o docenas.


LA CALLE, LUGAR DE COMUNICACIÓN Y APRENDIZAJE

Las calles eran de tierra, algunos vecinos hacían una acera de cemento delante de su casa, aunque otros sólo tenían un escalón de entrada a la casa de cemento o baldosa y el resto era de tierra.
Era muy común en las noches de verano sacar las sillas a las puertas de las casas donde se sentaban los vecinos para conversar. Los niños jugá-bamos en la calle hasta muy tarde.
Había vecinos que en los meses de verano cuando el calor apretaba, sa-caban sus colchones a la acera y dormían allí bajo las estrellas.
También en la hora de la sienta, salíamos las niñas con las madres y ve-cinas a coser. Aprendíamos a bordar sábanas, mantelerías a punto de cruz o vai-
nica. Tejíamos bufanda, gorros, chaquetas de lana, con grandes agujas de punto que nos poníamos bajo las axilas. Aprendíamos viendo como lo hacían las mayores.
Cuando llovía las calles eran barrizales. Junto a mis amigas y hermana, jugábamos a hacer muñecos o hacer comiditas con el barro de la calle. Los niños estábamos casi siempre en la calle.
En épocas de lluvia, siendo una adolescente comencé a trabajar en una fábrica en el Puente de Vallecas, cuando regresaba del trabajo a casa, tenía que lavar los bajos de los pantalones y secarlos en la estufa de gas o en la mesa camilla con el brasero, porque estaban llenos de barro.
El barrio se iba haciendo cada vez más grande, las condiciones de salu-bridad eran pésimas.
Las chabolas al hacerlas de forma precipitada no tenían cimientos, lo que ocasionaba muchas humedades, con los consiguientes problemas de as-mas, reumas, bronquitis…, para los ocupantes.
Los techos se ponían de uralita, este material al ser grandes planchas era rápido para techar lo construido y era barato, pero tenía el inconveniente de que en verano producían mucho calor y en invierno mucho frío en la vivienda.
Había mucho hacinamiento, muchas personas viviendo en espacios muy pequeños. La casa que estaba junto a la mía, tenía menos de 20 metros cuadrados, y vivían el matrimonio, 4 hijas mayores y la abuela. No te-nían ni wáter.


JUEGOS DE NIÑOS

En el barrio vivíamos en la calle, relacionándonos entre los vecinos. Los niños ocupábamos la calle con nuestros juegos.
Jugábamos a “la lima”, clavando una lima de hierro de unos 30 o 40 cen-tímetros en los círculos o cuadrados que dibujábamos en la tierra.
Al “Truque”, usando dibujos cuadrados o redondos en el suelo, íbamos pasando una piedra plana de unos 10x10 centímetros, o más grandes, la empujábamos con un pie a la pata coja, sin que cayera en la línea que separaba las formas dibujadas en el suelo.
“Justicia y ladrón”, se hacían dos equipos, unos eran los policías, que te-nían que detener a los ladrones.
“Las canicas”, hacíamos un agujero redondo en la tierra de unos 12 o 15 centímetros de diámetro, llamado gua. Las canicas se iban acercando al agujero hasta conseguir meterlas dentro, empujándolas con el dedo pul-gar que hacía de gatillo con el dedo índice. Presumíamos y cambiábamos las canicas, que las había de colores lisos o multicolores. Aunque este juego era más de chicos.
“La taba”, se jugaba con un hueso de la rodilla de cordero, de unos 3x4 centímetros, se tiraba hacia arriba y según cayera al suelo se ganaba o se perdía.
“Los bonis”, eran alfileres con la punta esférica de colores, había dos modalidades, una doblados los bonis se iban dando un empujón con la uña,
para que pudiera quedar sobre el boni de otro jugador, ganando el boni que
había sido montado. Otra modalidad era haciendo un montón de tierra, a continuación, cada jugadora introducíamos un boni, luego usando una piedra, la lanzábamos sobre el montón de arena, si quedaban bonis al descubierto los ganábamos.
 “La goma”, una goma elástica de 5 o 6 metros unidos los extremos. Dos jugadoras, hacían de postes, iban subiendo la goma a diferentes alturas (tobillos, rodillas, muslos, cadera, cintura, axilas, cuello) e íbamos saltan-do y pisando la goma con los dos pies.
“Las chinas”, usábamos 5 piedras del tamaño de una aceituna gorda.  Íbamos recogiendo dos, tres o cuatros chinas, mientras la 5ª china la lanzábamos al aire con la mano derecha y con esa misma mano reco-gíamos las restantes, reuniéndolas todas en la mano. También se iban haciendo formas con la mano izquierda y se iban sacando y metiendo en los huecos de los dedos las chinas, mientras una china estaba suspendida en el aire.
“El columpio”, era uno de mis juegos favoritos. Usando las columnas de la luz, estructura de metal de más de 20 metros de altas, con una base de 4 patas de unos 4 metros de distancia entre ellas, poníamos una cuerda gorda entre lado y lado y hacíamos los columpios. Me gustaba volar, acariciar el cielo con mi pequeño cuerpo, sentir el vértigo que pro-ducía ser empujada hacia arriba.
Usando el puente de tierra sobre el que pasaba las vías del tren, nos lan-zábamos por los bordes de cemento de unos 60 centímetros de ancho, subidas en un cartón con arena debajo para resbalarnos. Podíamos caer-nos por el borde, la altura de unos 3 o 4 metros, era peligroso, pero en esas edades no veíamos el peligro.
También nos lanzábamos por el pasamanos de los puentes altos de hie-rro, montando sobre ellos. Esos sí que eran altísimos.
Hacíamos muchos juegos: “El escondite”, “el escondite inglés”, “manga media manga y manga entera”, “hacer casas con maderas y cartones al lado de la vía”, “montar en bicicleta” …

LA ESCUELA DE LOS CAGONES

Como no había infraestructuras educativas para los niños pequeños, se crearon la “escuela de los cagones”.
Se montaban en casas particulares, no era preciso ser maestra, ni tener una habitación dedicada solo a eso. Servía el comedor, cocina o habita-ción. Cada niño llevaba su banqueta o sillita y allí estaban durante varias horas. No aprendían mucho, pero estaban recogidos, llevaban su cua-dernito, lapicero y goma de borrar.
El nombre de estas “escuelas de cagones” se debía a que algunos de los niños eran pequeños y se hacían caca. Y cuando salían muchos de ellos iban “perfumados”.

DE PELICULA

Aunque el barrio del Pozo, carecía de los medios más elementales de sa-lubridad y equipamientos para vivir, contábamos con un cine. Estaba si-tuado en la parte trasera de la iglesia san Raimundo de Peñafort.
Hacíamos una cola larguísima, a veces, cuando ya estábamos próximas a la taquilla, la cerraban porque el cine estaba lleno. Y eso que el cine no era pequeño, pero éramos muchos los que queríamos ver las películas.
Cuando conseguíamos pasar dentro del cine, a mí se me hacía eterno hasta que comenzaba la película. El local tenía un desnivel muy pronun-ciado, la parte de atrás que estaba muy alta, la llamaban el gallinero. Había una gran algarabía. Las familias llevaban fiambreras con comida, refrescos, pipas …
Aún recuerdo una película que ví ahí, creo que se titulaba “Los Palomos”, protagonizada por José Luis López Vázquez.

LA DILIGENCIA VALLEJO

Había dos camionetas, del tamaño de los autobuses, de la compañía “Va-llejo”.  Llegaban hasta el Pozo del tío Raimundo, la P11 que llevaba al puente de Vallecas y la P12 que llevaba hasta Atocha.
Como las calles no estaban asfaltadas, subir en las Vallejo, era como si fuéramos en una diligencia por el oeste. Daba bruscos salto al pasar por los baches y socavones de suelo. Teníamos que agarrarnos con fuerza a las barras para no salir despedidos.
Posteriormente la línea de autobuses E.M.T puso el autobús 24.
También estaba el autobús 57 de la EMT, que nos llevaba de Tirso de Molina hasta el final de San Diego.

UN BARRIO REIVINDICATIVO

Comienzan a surgir las primeras asociaciones de vecinos, para reivindicar mejoras en el barrio. Se consigue a través de la lucha y presión de estas asociaciones, que el gobierno comience a considerar las condiciones in-frahumanas en las que vivíamos.
Se consiguió que por el barrio pasaran camiones cisternas de agua pota-ble,
para el consumo. Camiones que recogían los cubos de basura de plástico o latón que sacábamos a las puertas. Pudiéndose quitar   los vertederos que eran muy frecuentes en los descampados.
Se asfaltaron y se puso luz en las calles. Se puso el alcantarillado, con lo cual los pozos negros, pudieron cerrarse.
Se crearon escuelas de alfabetización, colegios para los niños, activida-des culturales, cine fórum, exposiciones de fotografías, pintura.
Y se consiguió que el gobierno aceptase, eso sí a través de muchas mo-vilizaciones, manifestaciones y movimiento vecinal, la aprobación de El Plan Parcial, que realojo a los vecinos de las chabolas en pisos de pro-tección oficial, siendo erradicadas todas las chabolas del barrio del Pozo del tío Raimundo y Palomeras.

El Pozo del tío Raimundo sigue evolucionando, y habrá muchas historias que seguir contando

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