Texto galardonado con la Mención Especial del Jurado en el I Certamen Literario Pozo del Tío Raimundo.
Era un soleado día de abril, el fin de semana acababa de comenzar. Todo apuntaba a que la rutina iba a dominar el día, un sábado como cualquier otro.
Tras hacer la cama oí la puesta de casa abrirse: era mi padre. Entraba de buen humor con una bolsa de churros en la mano, nos dijo que ya había bastante gente esperando en la Plaza del Pozo del Tío Raimundo.
Entonces me acordé: ¡ese día tenía que correr la carrera por el barrio! ¡Se me había olvidado por completo!
Desperté enseguida a mi hermana y avisé a mi madre, que estaba haciendo sus quehaceres matutinos. Desayuné y me vestí lo más rápido que pude con ropa deportiva cómoda y me adelanté al resto de mi familia: no quería perderme la carrera de mi categoría, que era la primera en salir. Como mi casa se encuentra al lado de la plaza, el tiempo que tardé fue mínimo. Una vez allí, vi a los jóvenes de mi edad agolparse tras el edificio del Centro Cultural, listos para ser llamados.
Cuando los organizadores nos dispusieron a todos en fila abarcando todo el ancho de la calzada y el pitido que anunciaba el inicio de la carrera sonó, el tiempo se detuvo para mí. A medida que avanzaba los primeros metros vi en los laterales a mis padres y mi hermana entre el público, habían llegado a tiempo para verme salir. Las exclamaciones y ánimos del gentío no me distrajeron de mi principal objetivo: alcanzar la meta el primero y ganar la carrera de mi barrio. Poco a poco íbamos recorriendo las calles una por una, y la distancia entre algunos de nosotros se iba acortando.
Hacia la mitad del recorrido me encontraba entre los cinco primeros corredores. Todavía quedaba la parte más difícil, la cuesta de la calle Esteban Carros. Conseguí avistar el coche de policía que abría camino a la carrera, por lo que supuse que el primer corredor no se encontraba muy lejos. Todavía tenía posibilidades de ganar. Veía factible una remontada si me esforzaba al máximo de mi potencial. Decidí correr lo más rápido que pude y a medida que sobrepasaba a los demás participantes mis ojos se iluminaron con la idea de llegar en primera posición.
Cuando ya había conseguido colocarme segundo en la carrera solamente quedaban cincuenta metros para llegar a la meta. La última recta se encontraba en la Calle Cooperativa Eléctrica, en la que vivo. Tenía que hacerlo, tenía que conseguir ser el primero. Hice uso de hasta el último ápice de energía que me quedaba para esprintar el último tramo. Cada vez me encontraba más cerca del primer corredor: lo iba a conseguir.
Comencé a oír la voz de mis padres animándome. Parecía que iba a ganar, pero de repente vi como el otro corredor aceleraba bruscamente los últimos cinco metros: veía la victoria desvanecerse en la palma de mi mano.
Llegué a la meta exhausto, mis pulmones intentaban abarcar todo el aire habido y por haber para recuperarme del tremendo esfuerzo que había hecho durante el esprint final. Una vez que recuperé la noción del tiempo y el espacio y me di cuenta de donde me encontraba y qué había pasado avancé más allá de la meta.
Allí nos esperaba Esperanza y otra de las mujeres de la Asociación de Vecinos con las medallas en la mano dispuestas a colocárnoslas, y junto con una bolsa de reavituallamiento agradecernos nuestra participación en el evento.
Tras hacernos la foto con los tres primeros corredores de cada categoría, el ganador y yo estuvimos charlando un rato y resulta que era un familiar de un vecino del barrio que vivía en la Calle Reguera de Tomateros. Como había oído hablar bastante de las fiestas de nuestro barrio y estaba allí cuando se celebraban decidió inscribirse y participar en algunas de las actividades. ¡Cómo iba a pensar que se proclamaría campeón de su categoría en un recorrido que apenas había visto!
Tras hablar un buen rato con él y animar juntos a mi hermana y mi madre, que corrían en la categoría siguiente y obtuvieron unos resultados estupendos, quedando primeras de su género y categoría, fuimos todos a casa a ducharnos antes de la hora de la comida. La experiencia vivida durante la carrera me encantó. A pesar de haber participado en ocasiones anteriores, esta fue especial. Más allá de la posición en la clasificación, lo que más disfruté fue el recorrido. Recorrer las calles del barrio en el que me he criado siendo animado por los vecinos que veo a diario me llenó de alegría. Sentí desde el comienzo del evento un ambiente especial, un aura de convivencia, cooperación y jovialidad que pocas veces había experimentado a lo largo de mi vida. Participar en esa carrera me hizo comprender lo importante que podía ser para alguien tener un barrio y un ambiente vecinal como el nuestro.
Una vez en casa, la rutina no volvió, sino que un nuevo acontecimiento nos hizo alejarnos de la cotidianidad.
Aunque todos los fines de semana nos reunimos en el salón para comer juntos con el telediario de fondo, en esta ocasión hicimos una excepción. Se había organizado un reparto de migas a la hora de la comida. ¡Era imposible perderse tal manjar!
Cuando llegamos a la calle Joaquín Garrigues Walker, todo el barrio estaba reunido allí, en el parque. Se perfilaba un profundo aroma a comida recién hecha incluso una manzana antes de llegar. El espectáculo era alborotador y reconfortante al mismo tiempo: todo el mundo se agolpaba en tumultuosos grupos alrededor de lo que parecían una especie de predicadores, pero que resultaban ser los hombres y mujeres de la Asociación de Vecinos del barrio, que con afán de colaboración decidieron repartir la comida entre los asistentes. Dentro de ese caos parecía haber una armonía inexplicable…
Ahí estaba Esperanza y el resto de vecinas apuntadas al taller de costura, charlando apaciblemente con las jóvenes muchachas a la vez que les servían las tan deseadas migas que estas venían a buscar.
Por otro lado, Gabi y mi padre conversaban tranquilamente con José y otros miembros de la AAVV, seguramente sobre cómo de tedioso había sido organizar aquel evento y el tremendo éxito que había tenido entre los vecinos.
Por otro lado, todo el mundo sabía que uno de los causantes de que se hubiese corrido la voz era el Lele. Este hombre, mayor pero con un espíritu de un joven de veinte años, constituía el alma del barrio. Si El Pozo fuese el Vaticano, el Lele sería su San Pedro. No había acto o evento en el que no estuviese presente, siempre aportando buen humor, vivacidad y experiencia. Conocía el barrio a la perfección, así como a los vecinos, y no dudaba en ayudarles, llegando a ser alguien muy importante en su vida cotidiana, alguien en el que siempre se podía confiar (incluso en su juventud, trayendo agua del pozo que había en el barrio en sus inicios a las mujeres que así se lo pedían).
Los niños nos quedamos en el parque, comiendo nuestras migas y nuestra bebida en compañía de nuestros amigos Paquito, José, David, Cristina y Paula, con los que íbamos todos los días a clase por la mañana. La mayoría de los niños del barrio estudiábamos en el colegio Trabenco, un centro en el que un profesorado excelente nos hacía pasar la que, aunque todavía no lo supiésemos, sería una de las mejores épocas de nuestra vida: excursiones, amigos para toda la vida y una infinidad de experiencias únicas e irrepetibles que quedarían grabadas en nuestras memorias.
Jugamos hasta media tarde y tras despedirnos nos fuimos a nuestras casas. Allí, nuestros padres decidieron que, a pesar del cansancio acumulado a lo largo del día, la copiosa comida nos habría dado suficientes fuerzas para ir a la actuación de baile flamenco que se organizaba en el salón de actos del Centro Cultural. A pesar de que este tipo de eventos musicales eran y siguen siendo, afortunadamente, algo frecuente en nuestro barrio, decidimos que la ocasión lo merecía.
Al llegar a penas pudimos encontrar sitio para sentarnos, pues posteriormente se iba a realizar la entrega de premios a los ganadores de los diferentes concursos organizados durante la semana, así como otras actuaciones musicales y de danza. El grupo de bailaoras era extremadamente bueno, y mantuvieron al público embelesado de principio a fin del espectáculo. Ante la insistencia del público decidieron alargar el espectáculo unos minutos más, tras lo cual agradecieron al barrio su entusiasmo y disfrute, y en especial a la Asociación de Vecinos su labor de visibilización del flamenco y otras artes en el barrio, aspecto en el que, verdaderamente, no hay nada que reprochar. Asimismo, los miembros de la AAVV aprovecharon un intermedio para anunciar el estreno del largometraje documental “Flores de Luna”, que narraba la evolución del barrio desde sus inicios como zona de chabolas hasta la actualidad, como barrio plenamente constituido y con una extensa historia a sus espaldas. Una perla del arte cinematográfico en el cofre del tesoro musical que era aquel evento, que ha recibido un reconocimiento sin igual por parte del gremio, la crítica y el público.
La gran calidad de las actuaciones nos entretuvo tanto que finalmente volvimos a casa bien entrada la noche, cuando todas ellas terminaron. Entre cada una de ellas se entregaba un premio, ¡y nuestra familia salió muy bien parada!
Mi madre y mi hermana ganaron un trofeo al ser las primeras chicas en llegar en sus respectivas categorías, y yo, a pesar de no ganar la carrera, obtuve el primer puesto en el concurso de pintura organizado por la AAVV, con un lote de témperas, acuarelas y carboncillos que he utilizado frecuentemente hasta la fecha. Con tal cantidad de recompensas volvimos a casa, felices de que nuestra participación en las actividades culturales del barrio hubiese dado sus frutos, dando un acabado genial a un día estupendo.
Por la noche, tras cenar en casa, mi padre fue a un concierto de rock que se celebraba en el escenario instalado días atrás en la plaza del Pozo del Tío Raimundo, enfrente del Centro Cultural. Como nos contó al día siguiente, el ambiente era genial y vino gente de todo Madrid, pues la actuación del grupo era algo excepcional en nuestra ciudad. Incluso gente que no estaba familiarizada con este género musical acabó saltando y cantando al final del evento.
Mientras tanto, mi madre, mi hermana y yo nos fuimos a dormir, pues teníamos que ir a clase al día siguiente. Estuve reflexionando y rememorando los acontecimientos que había vivido ese día, y me sentí muy afortunado por haber podido disfrutar de tales eventos, personas y actividades en mi propio barrio.
En ocasiones posteriores he participado en las fiestas del barrio, siempre con ilusión y entusiasmo, tratando de disfrutarlas al máximo. Aun así, esta vez fue la que más me marcó y la que más ha hecho aflorar en mí el orgullo de ser vecino de este barrio. He vivido en mi piel el espíritu que ha acompañado a este conjunto de vecinos desde sus inicios hasta la actualidad, y que espero perdure por siempre. Le estaré eternamente agradecido a las personas que han hecho posible que crezca como persona viviendo estos acontecimientos, que permanecerán dentro de mí y de los que jamás me olvidaré.
Sin nada más que añadir, aquí concluye mi recuerdo de lo que ha sido, es y será El Pozo, mi barrio.
Me ha gustado mucho leerlo me ha traído muy buenos recuerdos,👍👏👏 genial lo del Vaticano y el Lele.
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